Obituarios de un no-país — video a Alejandro Aguilar

martes, 20 de mayo de 2008

SIGUIENDO CON EL TEMA SOBRE DIOS Y EL CEREBRO

Oriente y Occidente: dos aproximaciones a la conciencia

Mario Toboso*



La “conciencia cognitiva” (del latín cognoscere = “conocer”) tiene la capacidad de conocer, de correlacionar los hechos observados para sacar conclusiones, y de organizar, en consecuencia, el pensamiento y las acciones de la persona. Su condición básica de funcionamiento remite a la relación entre “sujeto” y “objeto”, que se manifiesta como la base misma de todo nuestro conocimiento. En Occidente esta conciencia cognitiva es el vehículo empleado para la búsqueda y obtención de conocimiento. Pero, desde el punto de vista del pensamiento oriental, este conocimiento se considera una limitación impuesta sobre una naturaleza más profunda de la conciencia; como si los objetos y las representaciones mentales asociadas a la conciencia cognitiva (chitta, en sánscrito) formasen una red cerrada que velara y ocultase la denominada “conciencia pura” (Chit). La intencionalidad de la conciencia cognitiva Funcionando dentro del esquema de la relación sujeto-objetiva, los filósofos señalan que la característica fundamental de la conciencia cognitiva es su intencionalidad, del latín intendere = “tender hacia”, “dirigirse hacia” los objetos, en este caso). Se dice, al respecto, que toda conciencia, o acto de la conciencia cognitiva, es siempre conciencia de “algo” (del objeto, en general), sin que pueda darse dicho acto al margen de ese “algo” hacia el que se dirige. Es importante no confundir la intencionalidad de la conciencia cognitiva con el término homónimo que expresa la determinación de la voluntad en orden a un fin. Para desvelarse como conciencia pura, la conciencia cognitiva tiene que dejar de lado su naturaleza intencional, es decir, debe dejar de estar dirigida hacia los objetos y las representaciones, ya sean internas o externas. Imaginemos como acto de la conciencia intencional una escucha dirigida hacia “algo”. Proponemos esta escucha como analogía de la conciencia cognitiva. En tal caso la conciencia pura sería la propia escucha al margen de ese “algo” (el objeto) escuchado, la cual por ello poseería la capacidad global de escuchar cualquier cosa. En el caso de la escucha dirigida hacia “algo”, la escucha incluso pierde relevancia frente a lo escuchado (el objeto de la escucha). En una escucha no dirigida se recupera su importancia. La escucha sin objeto escuchado sería algo así como un puro escuchar. En su forma intencional la conciencia se dirige hacia los objetos. En su estado puro no remite a la diferenciación sujeto-objetiva, sino que consiste, precisamente, en su supresión, por la que se unifican el sujeto que conoce, el objeto conocido y el proceso del conocimiento. La naturaleza de la conciencia pura El pensamiento oriental mantiene que la conciencia pura sin objeto posee una naturaleza propia que se puede aprehender de forma clara al margen de las representaciones particulares de la conciencia cognitiva, pues éstas son sólo formas de la conciencia intencional sujeto-objetiva, y no pueden existir sin aquélla. La ilustración clásica para comprender esta sutil relación es el ejemplo del oro y las joyas que pueden labrarse con él; ¿podrían existir las joyas en su bella diversidad, si no existiese el oro como su fundamento seguro e invariable? El oro es a las joyas lo que la conciencia pura a las representaciones, y en el Yoga Vasishta se dice: “Quien no entiende de oro, sólo ve el brazalete. No se da cuenta de que únicamente es oro.” El mundo de los objetos posee, así, “otra cara”, que corresponde a su naturaleza esencial, al margen de la actividad representacional de la conciencia cognitiva. Esa “otra cara” es “el rostro originario” de los textos budistas chinos y japoneses, y para los hindúes el Testigo ligado a la conciencia pura sin objeto, que corresponde a la “Realidad” más allá de las representaciones de la conciencia cognitiva. Nada más alejado, por tanto, del mundo de los objetos relativos a esta conciencia, y de la “realidad” que habitualmente se les atribuye. La evidencia de lo Real La agitación permanente de la conciencia cognitiva revela una capacidad inagotable de inquirir y preguntar; cuando esta capacidad se dirige hacia su propio interior y se indaga de manera profunda en la naturaleza y en el origen de la propia conciencia, esta búsqueda tenaz puede conducir a la detención de su propia actividad representacional. Esta es formalmente la vía que los seguidores del Vedânta denominan “jñâna-mârga”, el camino (mârga) que conduce al conocimiento directo (jñâna) de lo Real. En la posición resultante del Testigo, la actividad representacional de la conciencia cognitiva y la representación del ego individual (ahamkâra) se extinguen; la conciencia pura brilla sola sin ser velada por conocimiento alguno de objetos internos ni externos. El acceso a esa posición, por tanto, no se alcanza añadiendo más y más "conocimiento", sino que requiere adoptar un modo alternativo de conocer, un cambio total de enfoque que podemos denotar como la "evidencia" (vidyâ) de lo Real. La transformación de la conciencia A pesar de ser en esencia indescriptible e impensable, todo el mundo puede alcanzar la evidencia de lo Real. Quien realiza el estado de conciencia pura, siquiera por un instante, realiza la verdad suprema contenida en la solemne afirmación de las Upanishads: “Tat tvam asi”, “Eso (el Testigo, la conciencia pura) eres tú”. Es obvio que a nadie le es posible permanecer para siempre en el estado de conciencia pura, que es un estado de conocimiento por evidencia, sin conciencia de lo particular. Quien lo realiza, tarde o temprano “regresa” al mundo habitual de los objetos de la conciencia cognitiva; pero para él este mundo ya no es como lo conocía, pues ve que “Eso” (Tat) que ha realizado irradia en todas las cosas. Lo Real que ha evidenciado en el interior lo ve ahora también en el exterior. De hecho, las palabras “interior” y “exterior” pierden su sentido, ya que el ilusorio poder diferenciador del ego individual que le separaba de las cosas se ha debilitado por completo. Para él todo es Uno. Habiendo transcendido la fase de la diferenciación sujeto-objetiva, se halla establecido ahora en el estado de no diferenciación, en el que se produce la unión del sujeto que conoce y del objeto conocido, que los orientales desde diferentes tradiciones denominan samadhi, turiya, kaivalya, nirvana, satori de otras formas, que sólo son nombres distintos para referirse a la liberación del teatro de sombras ilusorias (objetos, representaciones) de la conciencia cognitiva. Un espejismo compartido Según hemos señalado, la conciencia sujeto-objetiva se dirige hacia los objetos desde la posición del sujeto. Para el Vedânta, tanto esos objetos como el sujeto que les es relativo son ilusorios; no falsos, sino ilusorios, pues son meras representaciones a las que se atribuye una realidad que en un sentido absoluto no poseen. El problema de fondo es si lo Real puede predicarse de lo que existe en el tiempo y que, por ello, no encarna siempre una misma mismidad, o sólo puede predicarse de una entidad totalizadora única, que no está en el tiempo y que, por tanto, es siempre la misma. Este problema se expresa en la doctrina hindú de mâyâ, la cual refleja un punto de vista muy antiguo recogido también en el pensamiento occidental. Instalado en él, Heráclito lamentaba el flujo permanente de las cosas; Platón hablaba de lo que deviene siempre y nunca es; Spinoza, de meros accidentes de la única substancia a la que corresponde el verdadero Ser y la existencia por sí; Kant opuso lo conocido de este modo, como mero fenómeno, al noúmeno. La obra de mâyâ se delata justamente en la forma múltiple, transitoria y cambiante de este mundo sensible en el que estamos: un hechizo provocado, una apariencia inestable, irreal en sí misma y comparable a la ilusión óptica y al sueño, un velo que envuelve la conciencia cognitiva humana en un entramado de objetos y meras representaciones. Liberación y trascendencia del tiempo: la Presencia La creencia de que el paradigma entero de la experiencia humana está enraizado en algún tipo de ilusión desconcertante constituye un hilo común que recorre la geografía y la historia del pensamiento. La liberación, de la que hablan los hindúes, es una liberación de la potencia ilusoria de la conciencia cognitiva que nos induce a ver la realidad alojada en el tiempo. A partir de esta creencia se afirma que el transcurso del tiempo puede ser controlado, e incluso suspendido, junto con la actividad de la conciencia. Para quienes mantienen este punto de vista, la verdadera Realidad transciende el tiempo: los europeos lo denominan eternidad, los hindúes lo refieren como moksha y los budistas como nirvana. La inmersión de la conciencia cognitiva en la conciencia pura, que acompaña la evidencia de lo Real, exige la emancipación de los modos de conocer propios de aquélla, lo que afecta de manera decisiva a la temporalidad. Todas las tradiciones espirituales incorporan planteamientos y métodos para favorecer las ocasiones que permiten al individuo escapar del tiempo y ser Testigo, digámoslo así, de la conciencia pura. Siguiendo, por ejemplo, el camino de la autorrealización, a través de la rama advaita del Vedânta, se aspira a alcanzar una experiencia de la Realidad verdaderamente atemporal, no en el sentido de una duración sin fin, sino como compleción del tiempo en un instante más allá del mismo que no requiere para sí ni un antes ni un después, en relación con un tipo de “despertar” súbito en que se engloba en ese instante todo el devenir pasado y futuro. Si despojamos a la conciencia cognitiva de todo lo relacionado con su proyección hacia el pasado y el futuro, lo que nos queda es una cierta forma de presente. Pero tal “presente” no debe interpretarse como un ahora fugaz (nunc fluens) ubicado en el intersticio entre el pasado y el futuro, sino como una forma de ahora estático (nunc stans) que permanece “siempre presente”, a la que denominamos “Presencia”. La Presencia se aleja por completo, pues, de la forma proyectiva característica de la conciencia cognitiva puesta en juego en la temporalidad habitual del individuo. La extinción del ego individual Aquello que existe por sí mismo cuando se detiene por completo la actividad representacional de la conciencia cognitiva, junto con todas sus formas y procesos mentales, es lo Real evidenciado que, en un sentido no sólo figurado, sino literal, queda por ello más allá de dicha conciencia. Obviamente, esta “evidencia” difiere por completo del “conocimiento” habitual que se adquiere mediante el uso de la conciencia cognitiva, la cual no puede funcionar en aquélla, pues se parte de la premisa de que, lo mismo que el ego individual que la substenta, se halla ausente. Se trata de la misma situación que la de la imaginaria muñeca de sal que se sumergió en el océano para medir su profundidad, pero antes de alcanzar el fondo perdió enteramente su identidad al disolverse en el agua. ¿Qué aporta mejor conocimiento, al respecto, el medir o el disolverse? La dificultad estriba, claro está, en cómo comunicar el resultado de la medición (en caso de que pudiera hacerse) si se ha producido la disolución, pues el centro de referencia de la conciencia cognitiva, el “ego”, ha desaparecido. La detención completa de todos los procesos de esta conciencia cognitiva, incluidos todos los pensamientos, consiste precisamente en fundirlos y disolverlos, como la muñeca de sal, “en el océano” de la conciencia pura. El ego individual que analiza el mundo exterior, lo reduce a partes y lo descompone de acuerdo con las categorías de la conciencia cognitiva, muy poco tiene que ver con el Testigo de la conciencia pura ligada a la Presencia. A propósito de esta cuestión, la Presencia del Testigo puede definirse ciertamente como “la ausencia” de ese ego, y así como es acertado denotar resumidamente la Presencia como “no-tiempo”, el Testigo puede expresarse brevemente como “no-ego”. Oriente y occidente: integrando planteamientos En la transición de la conciencia cognitiva a la conciencia pura se abandona la naturaleza intencional propia de aquélla, lo que se relaciona con la disolución de la dualidad sujeto-objetiva esencial a dicha naturaleza. En este punto el pensamiento oriental aporta un elemento fundamental ignorado por la filosofía occidental: la posibilidad de rebasar el carácter intencional de la conciencia cognitiva, tan bien estudiado en Occidente, con la búsqueda intuitiva de la conciencia pura que, al margen del conocimiento de lo particular, liga y subyace a todos los actos de la conciencia cognitiva. No hay nada más allá de la conciencia pura. Vistos desde ella, tales actos de conciencia y los objetos que les son relativos tienen su origen en la ilusión y sólo aparecen como consecuencia de la ignorancia fundamental (avidyâ) que vela la posición de conocimiento de la conciencia intencional cognitiva. La superación de esta ignorancia otorga únicamente realidad al estado de conciencia pura, más allá del ego individual. Se trata de un estado carente de objetos, de pensamientos y de representaciones, que puede identificarse con lo que los orientales entienden por “samadhi”, e interpretan retóricamente como la unión (yoga) de âtman y Brahman; es decir la unión por identidad entre la naturaleza profunda del individuo y el Ser (Sat) que, una vez detenida la actividad representacional de la conciencia cognitiva, se revela en la conciencia pura (Chit), en la que se alcanza de manera especialmente dichosa (Ananda) la íntima evidencia de lo Real (Sat-Chit-Ananda). Es importante comprender que dicha unión (la “Identidad Suprema” en el lenguaje tradicional) no implica ningún movimiento de la conciencia cognitiva en busca de tal o cual conocimiento que le faltase, sino la simple detención de su actividad representacional y la consiguiente extinción de la representación ilusoria del ego individual que le sirve de base.
Sábado 22 Julio 2006

*Doctor en Ciencias Físicas por la Universidad de Salamanca y miembro de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad Pontificia Comillas. Editor del blog Tempus Tendencias21 y miembro del Consejo Editorial de nuestra revista. Este artículo es la primera entrega de una serie de dos sobre el tema de la conciencia. Ver segundo artículo.



¿Está Dios en nuestro cerebro?

Mario Toboso*

En un artículo anterior explicamos que en la transición de la conciencia cognitiva (característica de nuestro “conocimiento” en Occidente) a la conciencia pura (ligada a la “evidencia” de lo Real en Oriente) es abolida la naturaleza intencional propia de aquélla, que deja así de estar dirigida hacia los objetos, lo que se relaciona con la disolución de la dualidad sujeto-objetiva esencial a dicha naturaleza. Desde un punto de vista neurológico, las áreas del cerebro relativas a esa naturaleza intencional se localizan en la corteza prefrontal. Ésta participa en una profusa y compleja comunicación con otras muchas partes del cerebro, lo que sugiere que la función global de la corteza prefrontal podría ser la de integrar sus funciones propias con las de otras áreas corticales y subcorticales de cara a la representación del “objeto” que interviene en la relación sujeto-objetiva. Protagonismo de la corteza prefrontal La corteza prefrontal se conecta mediante fibras proyectivas con estructuras subcorticales (giro cingulado, tálamo, hipotálamo, hipocampo, amígdala, etc.) implicadas en la orientación y las emociones. También, por medio de fibras asociativas, se comunica con diferentes áreas corticales relacionadas con los sentidos, el movimiento, el lenguaje y otras funciones cognitivas; a este respecto, resulta particularmente significativo que sólo la corteza prefrontal recibe aferencias de todos los modos sensoriales (incluido el olfato), así como de las áreas de asociación multimodal. Existe asimismo una interconexión abundante entre la corteza prefrontal y las áreas asociativas del lóbulo parietal inferior, implicadas en la formación de conceptos. Todo ello parece indicar que la corteza prefrontal es la región cerebral donde los aspectos abstractos de la percepción sensorial se enlazan en una vivencia unitaria. Finalmente, a través de fibras del cuerpo calloso se comunican las áreas prefrontales de ambos hemisferios cerebrales. La actividad prefrontal y el sentido del “yo” Profundizando en el carácter intencional de la actividad prefrontal, se relacionan con el mismo estos tres aspectos: 1) La anticipación y la selección del objeto en general, la concentración y las operaciones cognitivas realizadas sobre el mismo, así como las acciones motoras que hacia él se dirigen. 2) La inhibición de los detalles irrelevantes (sensoriales, emocionales, etc.) relativos al objeto, y de aquellos que obstaculicen su representación. 3) El establecimiento del punto de vista cognitivo implícito en la dualidad sujeto-objetiva. En lo tocante al punto 3), la dualidad básica entre sujeto y objeto puede llegar a anularse bajo dos condiciones. Por un lado, si la actividad prefrontal cae por debajo de un umbral mínimo, como sucede en el estado de dormir profundo, en el que el registro electroencefalográfico (EEG) dominante de ondas delta de baja frecuencia se asocia a una disminución global del flujo sanguíneo en el cerebro, y especialmente en la corteza prefrontal. Esta disminución global caracteriza también el estado de dormir con sueños, si bien aquí hay una reactivación del área prefrontal ventromedial, ligada al sistema límbico y a las emociones, aunque como en el estado anterior persiste la desactivación del área prefrontal dorsolateral, responsable de la función ejecutiva, la memoria de trabajo, la planificación y el proceso de decisión. La baja actividad del área prefrontal dorsolateral en estos dos estados de conciencia provoca una distorsión profunda del sentido del “yo”, que afecta al punto de vista cognitivo mencionado en el punto 3). Meditando en el laboratorio Por otro lado, también se llega a la anulación de la dualidad sujeto-objetiva si la actividad prefrontal se eleva por encima del umbral propio del estado de vigilia. Este caso se asocia a las experiencias de transición del ámbito de la conciencia cognitiva al de la conciencia pura. Mediante modernos sistemas de análisis de imágenes se pueden identificar en el laboratorio las áreas cerebrales que incrementan o disminuyen su actividad en tales experiencias. En los casos estudiados, el proceso que conduce a las mismas implica el ejercicio de la meditación profunda, basada en el uso de imágenes mentales o de oraciones. Neuroteología A lo largo de los últimos años se vienen realizando numerosas investigaciones neurológicas, en voluntarios de diferentes confesiones religiosas durante sus momentos de meditación, que han revelado cambios en la actividad del cerebro relacionados con la manifestación de un estado de conciencia en el que se describe la extinción del sentido del “yo” individual. Tales estudios se enmarcan dentro de la disciplina neurocientífica denominada neuroteología.
La neuroteología se refiere al estudio de la neurología del sentimiento religioso y la espiritualidad, que implica el incremento y el descenso de la actividad en diversas regiones cerebrales, como ha explicado el neurólogo James Austin en sus libros Zen and the Brain y Zen-Brain Reflections, editados por el Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT). La neuroteología es una disciplina popularizada recientemente, en especial a partir de la publicación en 2001 del artículo God and the Brain en Newsweek. Una realidad transcendente Andrew Newberg y Eugene D'Aquili, de la Universidad de Pennsylvania, son dos investigadores mencionados también en ese artículo; han descubierto que en el estado de meditación profunda se desactivan regiones del cerebro reguladoras de la construcción de la propia identidad, lo que permite que el sujeto pierda durante su práctica el sentido del propio yo individual, que establece la frontera entre él mismo y todo lo demás, y se sienta así integrado en una totalidad única transcendente. Las imágenes cerebrales obtenidas por medio de la tomografía computerizada por emisión de un solo fotón (SPECT), sobre voluntarios en meditación, revelan una actividad inusual de la región prefrontal dorsolateral y un decaimiento de la actividad del área de orientación del lóbulo parietal, que procesa la información sobre el espacio y la ubicación del cuerpo en el mismo: determina dónde termina el propio cuerpo y comienza el espacio exterior. Concretamente, el área izquierda de orientación genera la sensación de un cuerpo físicamente delimitado, en tanto que la derecha crea la representación del espacio externo a dicho cuerpo. La actividad del área de orientación requiere el ingreso de datos sensoriales. Si (como ocurre en la meditación profunda) no se da la entrada de tales datos al área izquierda, se limita la capacidad del cerebro para establecer la distinción entre el cuerpo y el espacio exterior. En el caso del área derecha, la ausencia de datos sensoriales provoca una sensación de espacio “oceánico” infinito. A partir de los resultados de estas y otras investigaciones, y de la consideración del relato general de experiencias místicas y trances extáticos, suele afirmarse que el cerebro alberga la capacidad de conectar con una realidad que transciende la de los objetos, tanto físicos como mentales, percibida habitualmente, lo que constituye un fenómeno común descrito en la base de las tradiciones religiosas. Dios en el cerebro: a favor y en contra De manera inevitable, todas las investigaciones que se llevan a cabo dentro del marco de la neuroteología suscitan una fuerte controversia. Para unos, la existencia de una configuración cerebral específica asociada a la espiritualidad y al sentimiento religioso constituye un argumento a favor de la existencia de Dios; como si Dios perfilase en el cerebro la huella de su presencia para favorecer en el ser humano su conocimiento y el impulso de llegar hasta Él. Para otros, dicha configuración confirma que la experiencia mística, reveladora de la existencia de Dios, es sólo un producto más de la actividad cerebral, un patrón neurológico carente de correlato real más allá de esa actividad. Para los primeros, la posibilidad de que el cerebro esté biológicamente preparado para abrir la puerta a la realidad transcendente que conduce a Dios, respaldaría el surgimiento de las creencias religiosas en el desarrollo de la especie humana. Para los segundos, tales creencias habrían sido previstas por la evolución para ayudar a los seres humanos a superar las dificultades de la vida y contribuir así a la supervivencia de la especie. Es interesante notar que donde unos esgrimen el argumento “Dios”, los otros hacen lo propio con la “evolución”, resultando términos casi intercambiables. Un debate problemático El error común a ambos puntos de vista consiste en plantear la cuestión de la existencia de Dios en términos de “objetivación”, pretendiendo que de la actividad del cerebro pueda derivarse la existencia o inexistencia de Dios como un objeto más entre los demás objetos, externos o internos, del mundo habitual. Debatir sobre la existencia de Dios como una objetivación externa, no será más fructífero que hacerlo sobre la existencia “ahí afuera” del color que denominamos “rojo” o del sabor que llamamos “salado”, más allá de la actividad productora del sistema nervioso en general y del cerebro en particular. Trasladar el debate al ámbito de la objetivación interna, considerando a Dios como mero objeto de una creencia, tampoco aportará nada substancial acerca de su inexistencia, pues simples creencias son asimismo lo que entendemos por “libertad” o “justicia”, sin que nadie pueda negar la evidencia de su inmenso poder inspirador y movilizador. El planteamiento deficiente de la disputa entre los dos puntos de vista ya señalados se acrecienta si tenemos en cuenta la presencia de tradiciones religiosas carentes de Dios, como el budismo en sus diferentes variedades y escuelas. A este respecto, es relevante notar que entre los voluntarios participantes en los estudios de Newberg y D'Aquili figuraron monjes budistas tibetanos (además de religiosos franciscanos). En todo caso, si la esencia del debate se limita a girar en torno a si debemos o no debemos “ver” a Dios en la imagen SPECT de la actividad cerebral propia de la meditación profunda, o en los efectos del campo magnético producido por el casco diseñado por el neurocientífico Michael Persinger, o incluso en los que produce la ingesta del hongo psilocybin, sin duda la discusión se enriquecería todavía más si tuviésemos en cuenta que la santa española Teresa de Jesús declaraba “ver” también a Dios “entre los pucheros de la cocina”. La necesidad de un punto de vista amplio Dirimir sobre un asunto de tanta envergadura reclama, sin duda, tomar en consideración todos los ámbitos y disciplinas relacionadas con el mismo. A este respecto, una perspectiva de análisis especialmente interesante, por su amplitud de miras, es la de la investigadora Anne Runehov, de la Universidad de Upsala (Suecia), cuya Tesis doctoral acerca de las explicaciones neurocientíficas de la experiencia mística, ha recibido recientemente el premio de investigación de la Sociedad Europea para el Estudio de la Ciencia y la Teología (ESSSAT). La investigación de Runehov, basada en los estudios de los neuroteólogos Persinger, Newberg y D'Aquili, concluye que la neurociencia por sí sola únicamente puede explicar la experiencia mística hasta cierto punto, y dentro de una metodología restringida, que necesariamente debe estar abierta a estudios provenientes de otras disciplinas, como la sociología, la teología, la filosofía de la religión, la ética y la psicología. En definitiva, se trata de abogar por una perspectiva de análisis coherente, amplia e informada, que por su propia riqueza se mantenga a salvo de caer en fáciles y empobrecedores reduccionismos. Cuando la naturaleza propia del debate anteriormente mencionado se contempla desde la óptica de esta perspectiva multidisciplinar, bien puede decirse que el reduccionismo de corte neurológico no se diferencia en esencia del reduccionismo de corte semántico, y en este sentido Dios estará en nuestro cerebro tanto como en nuestros diccionarios. Sábado 29 Julio 2006

*Doctor en Ciencias Físicas por la Universidad de Salamanca y miembro de la Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad Pontificia Comillas. Editor del blog Tempus de Tendencias21 y miembro del Consejo Editorial de nuestra revista. Este artículo es la segunda entrega de una serie de dos sobre el tema de la conciencia. Ir al artículo anterior.

BÚSQUEDA DE LA AUTENTICIDAD

Daniel R Scott*









No soy afecto a ese vacío de sentido propio de nuestra época pero eso no me llevaría a pregonar en esta tecnocracia de fin de siglo un retorno radical a los modos y costumbres de una Edad Media que no existe. Eso sería absurdo y, más aún, una utopía. Ya no se puede andar por ahí, cual un Grisostomo (ver libro I, Cap. XII del "Quijote" de Cervantes) vestido de pastor enamorado, danzando y componiendo coplas de amor por los valles y las serranías. En los años sesenta, días de contracultura y rebelión, muchos jóvenes, "cansados de la civilización industrial y postcapitalista". ( La Protesta Juvenil, Biblioteca Salvat Grandes Temas, P. 7) se evadieron del sistema, congregandose en comunas con estructuras muy primitivas de organización con la finalidad de encontrar el verdadero centro y la autenticidad de su "yo". Estos esfuerzos según creo fracasaron, al igual que otras alternativas similares.
Es inútil: la sociedad "industrial y postcapitalista" se ha convertido en cuerpo y alma a la filosofía materialista y pragmática de una modernidad que no acepta dentro de sus filas ideales ni utopías permanentes. Cuesta hallarle a la existencia su sabor primitivo y su autenticidad primaria. Por eso proliferan como una invasión de mosquitos todo tipo de cultos y sectas. Cuando tomamos conciencia de que nuestro destino lo moldean los decadentes perímetros de las grandes urbes, algunos nos empeñamos en huir de esa realidad ineludible que no se ajusta ni responde a las necesidades reales del alma. Se requiere de una imginación portentosa para atenuar o nihilizar las imposiciones de la modernidad y poder pavimentar con el brillo del oro y de la perla el camino de nuestra existencia. En mi caso y gracias a los aportes de mi fe cristiana a la vida cotidiana, he sabido espiritualizar y ritualizar sobre los altares laicos de la materia y de la nada, simbolizando todo, como lo hice hara unos seis años atrás.
Sucedio en julio de 1988, en los precipicios de un gran cerro con pretensiones de montaña, a unos cinco kilometros de San Juan de los Morros. Allá abajo, muy abajo, varios amigos y yo dejamos atrás el caserio de los Flores. Un hermano mío le había dado la espalda a la civilización a la manera de las comunas de los años sesenta y decidió colonizar y habitar estos barrancos. Le daba además por atrapar y enjaular serpientes de cascabel y alacranes que luego exhibía con orgullo a los mirones temerosos del caserio. Muchos creían que mi hermano tenía dotes de hechicero para poder tomar en sus manos esos bichos. Le decían "El Brujo". Estaba un poco loco, nada más. Mientras nos mostraba su pequeño reino miró el paisaje imponente que se dominaba desde esa altura y exclamó arrobado: "Aquí uno se siente cerca... ¡de Dios!". Esta declaración y la pausa a mitad de frase fue reveladora y memorable: mi hermano era ateo confeso. Pero la mística línea del horizonte lo obligó a pensar en Dios. No creía en Él pero lo vio. ¡No lo puedes mirar cara a cara pero sabes que de alguna manera que no alcanzas a comprender la Deidad te guiña un ojo desde el horizonte! Sin proponertelo aprendes a creer y venerar lo inescrutable. Ignacio Burk lo explicaría en estos términos: "Es la descripción de un momento de religiosidad autentica, despertado por el misterio panteísta".
Entre grandes rocas y bajo los arcos elevados de los árboles frondosos se encuentra la cabaña que mi hermano levantó con sus propias manos. Paredes de tronco, techo de cinc. Diseñó el piso incrustando y adosando piedras lisas que encontró en los alrededores, lo que le da un aspecto colonial. Llegamos a pasar el día. Nos vamos mañana. En la noche y hasta la madrugada nos reunimos en torno a una luminosa fogata. Se toca una guitarra, alguien canta y luego todos platicamos de aquellas cosas que le son propias a los jóvenes. Nos sentimos en otra época, en lugares remotos, en otra cultura. Nadie quiere saber nada de lo que dejamos atras. Hace frío pero eso no importa: una caliente y humeante taza de café con refejo de estrellas y luna y con sabor a leño encendido nos hizo entrar en calor. Luego todos callan y se impone un silencio nocturno poblado de sonidos silvestres: grillos chirriantes, brisa que susurra secretos a las ramas, el vuelo de una lechuza que traza caminos invisibles en la noche, el suave chasquido de una ramita que se quiebra, el crepitar de los leños en el fuego; cosas que me hablan de un pasado remoto e ideal aun no profanado por la mano del hombre. Fue entonces cuando la imaginación me elevó a los cielos en violento torbellino y por varios segundos perdí la razón: estaba entre los cabreros. Me levanté y dije: "Dichosa la edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga, sino porque entonces los que en ella vivian ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío". (Cervantes, en "El Quijote", Libro I, Cap XI)
La evasión de mi hermano a estas soledades, su vislumbre de Dios en lo Creado, la locura del Quijote de querer imponer un orden de una época que nunca existió, nuestra reunión congregados en torno al fuego, el punteo de la guitarra del trvador, el canto, las voces desaforadas de mi propia imaginación y algunas otras cosas parecidas y que se me escapan...
¿No nos habla del hombre en busca de una autenticidad existecial?
Sí.
Julio de 1995

*Bibliotecario y escritor venezolano (San Juan de los Morros, estado Guárico)